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El chico de la estrella


NOTA PREVIA: El libro aquí reseñado se presenta en la Sala Cultural Nueva Gala el próximo viernes 23 de noviembre y  dentro de un par de semanas será objeto de un coloquio entre varios notables escritores granadinos.

“La frase ‘todo tiempo pasado fue mejor’ no indica

 que antes sucedieran menos cosas malas, sino que

              -felizmente- la gente las echa en el olvido.”

(Ernesto Sábato, El túnel)

A mediados del pasado septiembre, apareció en mi buzón un abultado sobre remitido por el poeta José Lupiáñez. Dentro encontré un ejemplar, cariñosamente dedicado, de su delicioso libro “El chico de la estrella y otros cuentos” (Port-Royal Ediciones, Granada, 2012), de cuya existencia no tenía la menor idea, ya que él siempre ha escrito poesía y la única incursión en la narrativa que le conocía  (“El milagro de los peces”, que precisamente abre este volumen y que ya había aparecido en “Cuentos para Granada”) me había parecido un relato muy bueno, pero anecdótico, como una rareza en su producción literaria.

Sin embargo, de forma muy callada, casi clandestinamente, como quien no se siente seguro de lo que hace, Lupiáñez ha ido escribiendo estos seis relatos que constituyen el contenido del libro (junto a un análisis crítico a cargo del escritor y profesor Antonio Enrique, a manera de epílogo). Ahora pienso que la aparición anterior del mencionado relato era como una especie de prueba ante el público y la crítica, de examen de reacciones por parte de sus lectores.

“El chico de la estrella…” es un libro en que el lector presume un aura autobiográfica. Al afirmar esto, no quiero decir que se trate de un anecdotario que le sucediera al autor en los sesenta, sino que todos los elementos ambientales y argumentales, pese a ser en su mayor parte pura ficción literaria, están impregnados de vivencias muy próximas al José Lupiáñez de aquellos brumosos años. En efecto, estos relatos están llenos de rostros, voces, ambientes, circunstancias y emociones muy similares a los que él debió de sentir u observar muy directamente durante su niñez y preadolescencia. Permítaseme, pues, la licencia de considerarlo, si no una autobiografía en sentido literal, al menos una autobiografía emocional, mucho más que una mera sucesión de tramas argumentales, o unas anécdotas narradas.

¿Qué lleva a un escritor a enfrentarse a su infancia o al recuerdo de ella? Como hecho literario, no es nada nuevo, pues ese género mixto entre la historia y la literatura que es el libro de memorias, jamás soslaya la infancia, por muy lejana que sea. No sólo porque es el punto de partida de cualquier biografía, sino también por la capacidad ennoblecedora que tiene la evocación, real o inducida, rigurosamente exacta o soñada, de esa etapa de la vida de una persona. Unos ejemplos: García Márquez (“Vivir para contarlo”), Rafael Alberti (“La arboleda perdida”), Azorín (“Las confesiones de un  pequeño filósofo”)… enfatizaron la importancia de su niñez en libros muy parecidos a unas memorias. A medio camino entre ficción y memorias, como es el caso de este libro, también estuvieron Gabriel Miró (“El humo dormido”, 1919), Juan Cruz (“La foto de los suecos”, 1998), Antonio Muñoz Molina (“El jinete polaco” y “El viento de la luna”), Roal Dhal (“Boy”,1984, o su continuación “Volando solo”, 1986), Frank McCourt (“Las cenizas de Ángela, 1996)…, por poner unos simples ejemplos demostrativos de que son muchos los autores que han escarbado en ese territorio de la propia infancia y han conseguido todo un universo literario que mezcla las circunstancias espacio-temporales con la verdad autobiográfica más o menos sublimada; el sentimiento, con el dato; lo subjetivo, con la contundencia del hecho objetivo convertido en recuerdo; la memoria, con la emoción.

Por otra parte, el recuerdo de la infancia es clemente y exculpa los viejos errores, cicatriza la mala conciencia y le da una pátina de inocencia a algo con lo que, si se tratara de un adulto y del presente, seríamos menos indulgentes: volviendo a las referencias literarias, Lázaro de Tormes hace surgir una generosa carga de simpatía porque es niño durante una buena parte del libro y porque cuenta sus bellaquerías desde la óptica del recuerdo narrado. De tratarse de un adulto o de un tiempo presente, el lector sería mucho menos indulgente con el pícaro salmantino.

Lupiáñez regresa en estos relatos a esa Ítaca que es su propia infancia, un ámbito que tiene mucho de magnificación de la realidad, mucho de regreso freudiano al seno materno, mucho de reencuentro consigo mismo. Cinco de sus seis relatos nos devuelven al niño y al preadolescente que va conociendo los sucesivos elementos de la realidad y encontrando una valoración intuitivamente ética ante los mismos: la presencia americana en Rota y la diferencia económica entre los locales y los soldados de la base; la crueldad confundida con disciplina en aquella escuela autoritaria; el despertar de la sexualidad, que hace hervir en deseo al protagonista, que le hace conocer los devastadores efectos de un enamoramiento traicionado o no correspondido, que le hace degustar los primeros besos y los primeros fracasos… (“El secreto” y “El chico de la estrella”); el suicidio  (“Don Siro”) y la muerte accidental (“El chico de la estrella”); la pequeña delincuencia; la amistad como compromiso; el espíritu de los pandilleros, junto con las deserciones y traiciones inexplicables; la fugaz sensación de la riqueza conseguida por medio de un modesto negocio casi secreto (“El milagro de los peces”); la enfermedad como estigma excluyente y el trato inhumano al enfermo (“El imperio de César”); la simple infelicidad de la existencia, siempre llena de grandes egoísmos y de pequeñas felicidades. Y al otro lado, un lado casi siempre excluyente u hostil, los adultos (don Siro, sus padres y vecinos… ), de los que sólo cabe esperar indiscreción, autoritarismo, arbitrariedad, crueldad, burla, hipocresía…, exceptuando a su abuelo, que cuando el autor-protagonista tenía diez años, como deseando enseñarle la verdad de la existencia, le explicó mil cosas de la vida y creó  una maravillosa y literaria complicidad con su nieto: “Cuántas revelaciones fatales y sórdidas bajo las estrellas me iban moldeando el alma, sin que me diera cuenta; cuántas formas diferentes de tragedia aprendí de sus labios, en aquellos largos veranos de confidencias, en los que dormíamos o velábamos bajo el abismo infinito del cielo y uno sentía más que nunca la pequeñez de su insignificancia, cuando trataba de descifrar las contradicciones misteriosas en las pasiones y locuras de los mayores.” (pág. 17)

José Lupiáñez, en una imagen tomada del blog de blogspot.com, guadalcine

Los diferentes protagonistas de estos relatos (para mí, trasuntos aproximados del propio Lupiáñez) no hacen una valoración explícita de dichos descubrimientos vitales: están demasiado empeñados en encontrar sus respectivos caminos y superar sus perplejidades ante la vida. Sin embargo, el conjunto nos va dejando completar a ese personaje global del libro, después convertido en autor (¿o es al revés?), como la figura final de un rompecabezas que va emergiendo poco a poco (primero un esbozo y luego el perfil definitivo, tras ir concretándolo rasgo a rasgo).

Junto a este protagonista que se reproduce a sí mismo, todo un universo de acompañantes de su niñez, cada uno caracterizado por algún rasgo de carácter: Herrerita, capaz de llevar a cabo una enérgica venganza; Blanca, siempre crédulo, solidario y admirativo; Carlos y su hermano César, cara y cruz de la indiferente crueldad que la enfermedad conlleva; la bellísima púber Rocío, que provoca una reacción volcánica en el protagonista-narrador; Regina y su impulso necrófilo; Pedro el Patillas y el Chico, los antagonistas líderes de ese universo que es la pandilla; Mata, un practicante suburbial que cuenta con escaso prestigio profesional; el Raya, Buhigas, Camacho, el Beato, el Campero… Y la presencia de Nuri, la inocentemente tentadora chica que no cuenta más que con su mala cabeza y su más que turbadora belleza. Un escenario triste, deprimido, suburbial… e infinitamente tierno y humano, que se completa con la presencia americana en Rota, presente a través de dos personajes (Norma Williams y John Edwards), marcados como elementos extraños al sistema social propio, dos elementos invasivos y determinantes de una tragedia o una usurpación.

Hay también todo un atrezzo circunstancial que sutilmente nos deja claro el escenario de aquellos años sesenta: la referencia a los primeros televisores; aquel cine de juguete (el Cine Exín) con que jugábamos; las vacaciones de verano en “el pueblo” –formulado así: genéricamente, como si se tratase de una abstracción inequívoca-; los viajes, necesariamente en autobús; el juego de la lima en las calles del barrio, ámbito casi único a la vez que unidad territorial directa e íntima; la moto como exclusivo medio de transporte entre la clase media; la religión como rutina impuesta desde el colegio; el mundo de los maletillas y sus sueños de gloria taurina; el ámbito escolar, lleno de referencias tales como el pegamento Uhu, la tinta Pelikan, los borrones y la caligrafía, la palmeta y el ponerse de rodillas como castigo… Yo, que viví todo esa realidad, he encontrado un enorme placer al ver reproducido mi universo de entonces con tan buen pulso narrativo, con tanta maestría, con tanta ternura.

Cabe destacar que estas generalidades hasta aquí expuestas tienen un punto de ruptura, una especie de contrapunto, en todo diferente al tono general del libro. Me refiero al relato “Regina y el vértigo de la eternidad”, donde una viuda, madura y solitaria, encuentra al fin la serenidad gracias a extraños componentes necrófilos.

En síntesis, un universo literario de niños y preadolescentes que tratan de encontrar su camino y su felicidad y que, aunque no la consigan, se aproximan en la medida en que pueden al objeto de sus deseos y sus ambiciones. Un tono divertido, ameno, lleno de ternura, que representa perfectamente el espacio y el tiempo de un Lupiáñez nacido en 1955, en La Línea de la Concepción (Cádiz), aunque el primer relato tiene como escenario la casa de de sus abuelos, en la cercana población de La Zubia (Granada).

Creo que es un libro destinado a un doble narratario: los lectores entrados en años que, en razón de la edad, vivieron circunstancias parecidas, y la de los lectores nacidos más recientemente. Los primeros se fijarán mucho más en las tramas argumentales, pues para la información circunstancial, cuentan con su propio sistema de recuerdos y sus vivencias. Los segundos, en cambio, disfrutarán de los contenidos narrativos, al tiempo que descubrirán las circunstancias de un pasado, felizmente desaparecido, pero necesario para entender esta realidad, tan distinta de la que Lupiáñez o yo mismo vivimos en aquellos años. Los relatos de estre libro constituyen una magnífica lección, no sólo de literatura viva, sino también de historia contemporánea, lo que lo convierte en una magnífica lectura escolar en cursos altos de ESO y en Bachillerato. Además contienen un inmenso guión cinematográfico, para lo que bastaría ensamblar las tramas y personajes de esta «colmena» juvenil (en el sentido de la novela de Cela), como sucedió con Antonio Soler y su «El camino de los ingleses» (Premio Nadal de 2004, después llevada al cine por Antonio Banderas).

Terminaré diciendo que de siempre he sentido una profunda admiración por los escritores, especialmente cuando demuestran una fértil creatividad en más de una disciplina literaria. Me refiero a esos auténticos maestros que han descollado en diferentes géneros (el culmen era llegar, como don Marcelino Menéndez Pelayo, a la categoría de “polígrafo”, algo así como la de “galáctico” en el mundillo del fútbol). Así pues, mi admirada felicitación al autor por dar el salto y cruzar la frontera del relato, tras su abundante obra poética y de un amplio corpus crítico en materias de literatura y arte. Esta breve colección de relatos debe ser considerada como un ejercicio de estilo para una novela, una futura gran novela. Ha demostrado cumplidamente dominar los entresijos de la narración a través del honesto reencuentro con su niñez. A fin de cuentas, como decía Georges Bataille (en “La literatura y el mal”), “La literatura, he intentado demostrarlo lentamente, es la infancia por fin recuperada”.

Alberto Granados

NOTA: Mañana incluiré dentro de la categoría «Antología» un fragmento bastante autónomo del cuento «El chico de la estrella». Será una forma de dar a conocer la narrativa de Lupiáñez, que tan gratamente me ha sorprendido.

6 comentarios el “El chico de la estrella

  1. Magnífico comentario de un libro inolvidable. El comentarista ha sabido calar en el alma de «El chico de la Estrella» como hasta ahora no lo había hecho nadie. Me ha llamado especialmente la atención el detenido análisis del mundo de la infancia y preadolescencia de los personajes que Granados realiza en su artículo. Creo que, si no tuviera el libro leído y releído, ahora mismo iría a la librería más próxima a comprarlo. Mi enhorabuena al autor y al comentarista.-F. Gil Craviotto.

  2. Como todo lo que recomiendas debe de ser muy interesante pero dudo de que mi tiempo dé más de lo que da. ¿O no es el tiempo, soy yo quién va menguando? No lo pensaré. La respuesta está clara.
    Una abraçada, Alberto.

    • Yo estoy leyendo ahoa menos que en toda mi vida: los ojos se me irritan, el oftalmólogo me receta unas gotas, se me olvida ponérmelas, los ojos se me irritan… Pero qué va: yo no pierdo facultades. Sencillamente se me extravían.

      AG

  3. Tras leer tu espléndida reseña, El chico de la estrella se nos ofrece sugerente y evocador, seguros como estamos de su atractivo. No en vano hemos compartido esas vivencias en nuestra infancia coetánea que ,además, nos esbozas con el entusiasmo contagioso del lector convencido. Doble felicitación pues para Alberto y para José.

    Un abrazo.

    • Miguel, tú que eres un enamorado de «Cinema Paradiso» disfrutarías con los cuentos de Lupiáñez. Por cierto, pincha en su web, donde tienes una abundadnte selección de su poesía. También tienes los «Pliegos de Alborán», la separata cultural de El Faro de Motril, un periódicop octogenario que sobrevive agónicamente, ya sin periodicidad fija. En esos pliegos colaboro de cuando en cuando.

      Un abrazo y arriba el ánimo.

      AG

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